Capítulo 3
La espera
El rumor de los combates se fundía con la tranquilizadora música de la cotidianidad. Las voces de la calle llegaban amortiguadas hasta la habitación donde Serlan de Enroc, Heredero de Vamurta, dormía desde hacía más de un día. Lo despertó una terrible sed, y al abrir los ojos dirigió sus manos temblorosas hacia la jarra de agua que le habían dejado en la mesa, al lado de la cama. La bebió a grandes tragos, sin importarle que buena parte del líquido cayera sobre su camisa blanca y las sábanas.
Cuando calmó su sed, miró su habitación como si nunca hubiera estado allí. Tardó en conseguir incorporarse, la espalda le pesaba mucho, sus piernas no le respondían bien. Se sentó en la cama, quieto, sintiendo cómo reaccionaba su cuerpo. De lejos, le llegó el seco retronar del bombardeo. Entonces comenzó a recordar. El despertar tras la batalla, aquella enorme confusión, la cuerda con la que fue izado, la herida. Las gentes de su condado, de su ciudad, sus vidas, estranguladas por el sitio.
Se sintió lo bastante seguro para levantarse y, muy despacio, comenzó a andar sobre el mármol frío de sus aposentos. Se dirigió hasta el balcón, apartó las pesadas cortinas de lana negra y salió. Los rayos del sol lo cegaron, toda la ciudad parecía blanca, golpeada por aquel baño de luz. Cuando sus ojos fueron adaptándose a la claridad, pudo distinguir las columnas de humo que se levantaban a poniente. Más allá vislumbró el ejército enemigo. Desde su habitación, parecían bolsas negras desparramadas sobre las doradas y sinuosas extensiones de los campos de cereales y las cuadrículas verdosas de los huertos. Su debilitamiento, los mareos que le sobrevenían desde que se levantó, le ofrecían una nueva perspectiva. Todo aquello parecía muy lejano, lejano a su persona. Se preguntó por qué hacía la guerra. En aquel momento no recordaba demasiado bien cómo empezó, quién inició las hostilidades. ¿Fue aquel ataque murriano a uno de los castillos de frontera? A los soldados de la guarnición les habían cortado el cuello. Hombres grises abandonados a la muerte. Habían llegado rumores de una matanza en algún asentamiento murriano, antes del ataque. Nadie estaba seguro. En las guerras nadie sabe la verdad, ni tan siquiera los verdugos, ni él, el Heredero… Le pareció que los acontecimientos se habían sucedido sin una razón, sin que los pudiera gobernar, incapaz de virar el rumbo de los mismos.
Paseó su mirada sobre las azoteas; le parecieron un inmenso tablero de ajedrez hecho de casillas irregulares, algunas más hundidas, otras elevadas. Siguió los cortes de las calles hasta que su atención se centró en el puerto, al este de la ciudadela. Figuras minúsculas y ajetreadas cargaban las naves, muchas ancladas al abrigo del espigón construido con grandes rocas. Debía de haber unas cincuenta o algo más, las banderas rojas y blancas ondeando. Era la escuadra que siempre había dominado el Golfo de Daler y el Mar de los Anónimos, capaces de ahuyentar a las flotas de corsarios que habían organizado los Pueblos del Mar y hacer valer su supremacía sobre las humildes escuadras de las Colonias.
Vamurta exportaba hierro de las minas de la Sierra de Andonin, armas forjadas por las decenas de herreros asentados en la ciudad, cereales y paños tintados con colores puros. Las mercancías llegaban a las Colonias y desde allí a otros muchos puntos. Algunos mercaderes también habían establecido rutas más al sur y al norte, con pueblos extraños a los que solo se les conocía por sus productos, que los comerciantes traían en sus viajes de vuelta. En tiempos de paz había habido un ir y venir de mercancías hacia el oeste, incluso algunos murrianos se habían establecido en la capital, pero eso ya parecía una leyenda remota.
Serlan sabía que muchos de los prohombres de la ciudad previeron que el sitio iba a llegar. Quizá por su cercanía a los centros de poder del condado. Recogían y se marchaban. Los artesanos y los campesinos, más ignorantes de todo lo que sucedía, seguían en la ciudad.
Un mareo intenso lo obligó a apoyarse sobre la baranda del balcón. Todo daba vueltas. Volvió a la cama, donde se tumbó. Se sentía abatido, incapaz de luchar. Oyó el rugir de las explosiones. Todo aquello que amaba, su mundo, sus gentes, se rompía sin que él pudiera hacer nada para invertir los acontecimientos. Quizás hubiera sido mejor atrincherarse desde un principio tras los muros de la capital o subir a las montañas, donde habrían resistido mucho tiempo, o incluso desplazarse hacia el norte, siguiendo la costa, donde solo había pequeñas tribus de hombres grises. Las altas sierras y los valles estrechos les hubieran dado cobijo. Estaba casi convencido de haber escogido la peor decisión: presentar combate a campo abierto, una y otra vez, hasta aniquilar a todos sus ejércitos grises. Se cubrió la cara con sus manos rugosas, nunca se había considerado tan responsable de aquella debacle. Otra vez su debilidad lo atrapaba y lo conducía a la antesala de sueños tenebrosos.
—¿Señor? ¿Me escucháis?
Una densa nube lo arrastraba entre fuertes corrientes de agua, alzándolo y hundiéndolo. Luego era llevado hasta unos bosques cubiertos de niebla y vapuleado entre esa masa de agua y ramas. Nada podía hacer, excepto seguir nadando en aquella especie de útero áspero y acuoso, intentando no ahogarse.
—Señor, la Condesa os reclama. ¡Señor! —levantó la voz—. Vuestra madre os reclama en el Salón de Gobierno.
Esa voz disipó su pesadilla. Un hombre se encontraba inclinado sobre su cama, vestido con la túnica negra, reservada a los mayordomos de palacio. Unos haces de luz baja penetraban en la cámara a través del balcón abierto, donde se recortaban, sobre un cielo azul oscurecido, las manchas negras de muchas golondrinas, que chillaban alegres, trazando líneas imposibles en sus vuelos acrobáticos. La noche estaba próxima. Había dormido todo el día. Al incorporarse bajo la atenta mirada del mayordomo, el fondo de alegría de las aves se derrumbó de golpe, cuando volvió el eco desgarrador de los combates. Todo aquello parecía otra pesadilla. La herida en la pierna le seguía doliendo, pero pudo levantarse. Había que estar con los hombres, pensó, dirigirlos en aquella última hora. Un dolor sordo ascendía desde sus tobillos hasta la cintura. Puso los pies en el suelo, se levantó. Una sensación de fragilidad y rabia lo dominaba.
—Traedme las armas —ordenó con voz seca.
—Vuestra excelentísima madre me ha ordenado...
—¡Vestidme! ¡Vestidme como el guerrero que soy! —exclamó, contrariado por aquella desobediencia.
El mayordomo le ajustó la cota de malla, le ató, ceremonioso, las grebas de hierro ribeteadas en oro, le colocó la coraza pectoral. Haciendo una ligera reverencia, le entregó la espada y después una daga bien afilada. Serlan agarró uno de los cascos cilíndricos que colgaban de la pared, guardándolo bajo su brazo.
—Ahora llévame hasta el Salón de Gobierno.
Al salir de su cámara, el mayordomo observó una notable cojera en el Heredero. No se atrevió a decir nada. En el palacio y en la ciudad se escuchaban muchos rumores sobre su salud. Incluso se le daba por muerto.
Bajaron por la escalera de mármol blanco que comunicaba las estancias condales, en la parte alta de la Torre de Homenaje, con el Patio de Armas. Salieron al exterior, la luz del día se apagaba oscureciendo los muros que cerraban el patio. Serlan se dio cuenta, preocupado, que excepto los dos siervos que salían de las cocinas, no se veía a nadie más en la explanada. Un inusual silencio agarrotaba aquel espacio. Tampoco había guardias encaramados en la muralla de la ciudadela. ¿Dónde estaban?
—¿Por qué no están los guardias en su puesto?
—Señor, aquí quedamos los indispensables. Todos han marchado hacia la Puerta de Oriente. O lo que queda de ella.
—¿Y la Falange Roja?
—Ha salido, señor. También hacia las murallas.
Tras un momento, en el que solo se escuchaban sus propios pasos resonando en el patio, el Heredero volvió a preguntar.
—¿Quién ha dado la orden?
—La Condesa lo ha autorizado, señor.
Llegaron al otro extremo del patio. En aquel punto empezaba la ancha escalinata que subía hasta el pequeño claustro que conducía al Salón de Gobierno. Se fijó que ahí tampoco había sirvientes ni guardias. El jardín del claustro, prisionero de las columnas que lo encerraban, parecía algo más asilvestrado y oscuro. Al Heredero le pareció que aquel paraíso había perdido, en algo, la serenidad que proporcionaba la contemplación de sus flores y arbustos simétricos. Siguieron por el pasillo de aquel jardín, casi amenazante, que hacía de distribuidor. Pasaron por delante de la Sala Capitular. Serlan vio, a través de la puerta, las grandes sillas cinceladas en madera de acebo, vacías. Tras dejar atrás la Biblioteca accedieron a la puerta del salón, que estaba guardada por dos alabarderos que miraron al Heredero sin poder disimular en todo su sorpresa. Los guardas abrieron las pesadas puertas del salón y el mayordomo avanzó.
—Serlan de Enroc, heredero del Condado de Vamurta —anunció, levantando la voz.
El Salón de Gobierno era una de las mejores estancias del palacio fortificado de los condes. Una enorme sala de planta rectangular de unos doce cuerpos de altura, sostenida por poderosos arcos de medio punto que se sucedían hasta el final de la nave, donde desde los tiempos de la fundación del condado se reunía el Consejo de los Once, formado por los cinco vizcondes principales, los cinco sacerdotes mayores y presidido por el conde.
Bajo la alta cúpula que coronaba la sala, se reunía el Consejo. Para llegar hasta ella había que pasar entre los pilares de piedra blanca de los arcos laterales. De un extremo de la nave a otro, se abrían largas y estrechas ventanas de vidrios de colores que creaban una atmósfera casi sobrenatural cuando la luz del sol, al traspasar los vidrios, proyectaba tonalidades calidoscópicas sobre las paredes y el suelo del pasadizo central, de los rojos a los colores del mar hasta el verde de la esmeralda. Serlan siempre pensó que el salón más parecía un templo que no un lugar donde se decidían los incrementos de los diezmos, los cambios en la diplomacia o las normas que regían el uso de los molinos condales. Esa tarde, casi noche, era la luz de las decenas de candelabros los que otorgaban un ambiente fantasmagórico al lugar.
Las doncellas de palacio callaron al ver avanzar al Heredero, cojo, muy delgado, el color roto en el rostro de un hombre que ha perdido la fuerza, arrastrando su cuerpo y su gruesa cota sobre la que relucía la coraza bajo el resplandor de las velas, con ese aspecto horrible del convaleciente que ha decidido romper su reposo antes de tiempo.
La Condesa Ermesenda lo esperaba sentada en el trono de madera negra. Una madera trabajada hasta no dejar ninguna superficie lisa, el trono donde antes había descansado su padre. Llevaba puesto el vestido de cuello alto reservado para los actos ceremoniales del condado, tejido con los mejores paños del continente, de un color entre el lila y los colores del atardecer, indefinido, con el escote redondo cosido con hilo de plata. Sobre su reverenciada testa flotaba su diadema de Onar, donde se habían engastado doce rubíes hexagonales, tallados hacía muchas generaciones, sobre oro blanco de los antiguos murrianos.
Miraba fijamente a su hijo sin que su semblante transluciera emoción alguna. De pómulos altos y mejillas hundidas, su rostro parecía hecho con un pergamino ajado por los años. La frente estrecha, sobre los pequeños ojos, era un amasijo de líneas entrecruzadas. Ermesenda era la imagen del poder hecha carne. Capaz de hundir con un leve movimiento al más poderoso noble de Vamurta si ella creía que así favorecía el camino del Heredero o su propio destino. Sabía que aquellos eran los días de la desesperanza, y su glacial inteligencia ya había trazado los últimos movimientos de aquellos que le eran más cercanos.
—Señora —saludó el Heredero haciendo una ligera reverencia.
—Esperaba a un enfermo y me encuentro frente a un soldado cojo —dijo, con una imperceptible sonrisa en sus delgados labios—. Un soldado cojo es como un lobo herido. Sabes que te puede morder pero también sabes que ya no puede huir.
El silencio fue absoluto. Las damas contemplaban la escena con la fascinación de quien intuye que el instante es irrepetible. Los dos mayordomos armados que protegían a la Condesa seguían mirando el alto techo de la cúpula y ninguno de los consejeros que aún no habían huido, se atrevieron a moverse.
—Sabes que, a pesar de no salir de los muros de palacio, soy la mujer mejor informada de esta tierra. Te podría decir cuáles son las razones de la sorprendente desaparición de la esposa de Vitilba, cuáles fueron las ganancias del último viaje de los mercaderes del hierro o cuándo y cuál será el fin de este terrible asedio. Como también sé, y lo sé apenas mirando tu rostro sin sangre, que si vas a luchar al pie de la muralla, con esta herida en tu pierna, eres hombre muerto. Sencillamente porque no dejarás a tus hombres a su suerte y eso, querido hijo, quiere decir que nunca llegarás a los muelles, para escapar —concluyó con su tono de voz invariable.
—Entonces, señora, ¿cuál es vuestro criterio respecto a lo que tendría que hacer?
—Embarcar esta misma noche con rumbo a las nuevas tierras.
Aquella sentencia dejó a los presentes con una expresión de incredulidad en el rostro. Los dos sacerdotes presentes hicieron un movimiento con las manos, como si quisieran exorcizar aquellas palabras. Nadie se había atrevido a predecir la derrota, y menos aún en voz alta. Uno de los vizcondes del Consejo se adelantó, a punto de hacer escuchar sus diplomáticas palabras. Con los murrianos en las puertas de la ciudad, casi todos los presentes habían trazado mentalmente sus rutas para desaparecer de Vamurta. El paso del tiempo los angustiaba, pues temían perder sus bienes, la vida, perderlo todo. Y al mismo tiempo todos temían embarcarse demasiado pronto y exponerse a las represalias de los supervivientes. Y en medio de esa contradicción, la Condesa pedía a su hijo que se embarcara inmediatamente.
—¿Queréis, señora, que vuestro único hijo sea recordado como aquel que faltó a su deber? ¿Justo cuando se le necesitaba? Tened por seguro que esta noche mi espada relucirá ante el enemigo.
De nuevo se hizo el silencio. Ermesenda miraba a su hijo. Sabía que nada le podía dejar, además del recuerdo de la grandeza. Todos sus esfuerzos por asegurar la continuidad de su linaje habían resultado infructuosos, barridos por las huestes murrianas. Era el fracaso absoluto para alguien que tenía como deber supremo la transmisión del poder condal. ¿Sobreviviría su hijo? ¿Si emigraba, cómo sería recibido en las Colonias, en las que gobernaban aquellos que ella había desterrado? Lo veía errante, como el que intuye que pertenece a otro mundo... Su único hijo, su querido hijo, aquel que por madre tuvo una juez intratable. Los ojos oscuros de Ermesenda relampaguearon un instante.
—Querría, hijo mío, que no buscaras la muerte, cuando esta es segura —dijo en un tono impropio de su persona, casi suplicante.
—Ningún hombre de honor abandonaría a los suyos en secreto —contestó Serlan con una firmeza que no admitía réplica—. Una traición amparada por la noche, abandonando a aquellos que le juraron fidelidad. ¡Y menos aún el hijo del conde! ¡Mi padre jamás lo habría aprobado!
—Tu padre colgaba a los murrianos en largas sogas hasta ver su carne podrida —dijo Ermesenda escupiendo su veneno—. ¡Los perseguía y los empalaba en los caminos en lugar de correr delante de sus lanzas como tú haces!
—¡Sí! Y es por eso que vuelven. Tanta crueldad, tanta sangre...
Serlan hizo una pausa para tomar aire, excitado. El Heredero recordó aquella tarde de principios de verano, cuando aún no era ni un muchacho. Con su padre viajaron hasta la Sierra Rocavera, a siete días de camino de la capital. Recordaba la fatiga del viaje y el calor. Al pie de la sierra, los hombres grises habían empalado un murriano cada quince pasos hasta cerca de la cima, en una línea macabra de cuerpos que miraban a tierra, torcidos, como si quisieran abrazar o recoger algo. Caminaban senda arriba, siguiendo los restos de los vencidos. «Es el símbolo de la victoria sobre las bestias», había dicho su padre. Ahora volvían. Recordando a sus muertos y aquella humillación, llamando a la puerta a golpes, con puños de acero y voces teñidas de sangre.
Serlan dio media vuelta y, sin decir nada más, se dirigió hacia el Patio de Armas.
—¡Detenedlo! —bramó su madre, desconcertada—. Puedo perder esta noche mi ciudad, pero no a mi hijo.
Y diciendo esto, hizo una señal con la mano. Con gran celeridad, los dos mayordomos alcanzaron al Heredero y lo apresaron por la espalda. Serlan echó mano a la espada, pero ya lo habían inmovilizado.
—¡Vieja Loca! ¡El honor! Moriremos sin... —Su voz se disolvía, los mayordomos lo ahogaban con un pañuelo impregnado con narcóticos.
El capitán Álvaro mordisqueaba un trozo de queso mientras observaba la gran brecha abierta en la muralla, sin entender muy bien la razón por la que los murrianos no se habían decidido a lanzar el asalto. De más de ochos cuerpos de ancho, por esa abertura de piedras humeantes podría pasar una compañía desfilando. Aquella mañana había cesado el bombardeo y por primera vez en muchos días podía pensar con una cierta claridad. Vivir unos instantes de sosiego. Había ordenado que dos ballesteros se encaramaran al viejo minarete de Tervas, erigido detrás de los muros, para vigilar los movimientos del enemigo. Calculaba que aquella misma tarde o antes, se produciría el ataque. Hasta el más joven de sus soldados lo podría predecir, se dijo a sí mismo.
Miró a sus hombres como si no los conociera, como los miraría un viajero que está de paso. Un sentimiento de lástima brotó de su interior, sabiendo que muchos de ellos dejarían este mundo, quizá inútilmente. Entre sus filas, había valientes guerreros de los valles del condado, de espaldas anchas y bella piel gris, de cabellos rizados que surgían violentos debajo del casco, como si buscaran la luz del sol. Hombres y mujeres de las lejanas llanuras, tiempo atrás perdidas, que miraban la brecha con determinación, seguros de su fuerza. También había otros, más jóvenes, asustados bajo el peso del hierro de sus armaduras. Las falanges del condado, armadas de lanza larga y espada, protegidas por grandes escudos y coraza, seguían siendo una fuerza temible en un campo de batalla estrecho. Tendrían su oportunidad.
Reinaba un silencio cortante entre las filas de las siete falanges dispuestas detrás de las almenas, frente a la brecha, por donde el enemigo intentaría el asalto. El capitán Álvaro decidió arengar a los hombres; al menos sus palabras servirían para romper el tedio, la espera. Avanzó hasta situarse delante de las falanges, de espaldas a la brecha.
—Soldados, la mala hora está ya cercana —dijo, alzando la voz—. Es probable que hoy o mañana dé comienzo el ataque. La suerte de nuestra ciudad y de los nuestros está decidida. ¡Onar nos protege!
Nadie contestó. No se escuchó ningún grito de aprobación. La tropa solo escuchaba. Todos se habían girado para mirarlo, haciendo tintinear cientos de armas. La figura alta del capitán se mantenía erguida, expectante.
—Sabéis que al enemigo le agrada luchar en campo abierto. Pronto tendrá que atravesar esta brecha — señaló el boquete en la muralla—, si quieren pisar las calles de Vamurta. Será una lucha cuerpo a cuerpo, no habrá sorpresas. Sus espadas contra las nuestras. Y es sobre estos muros derruidos donde podremos tomar venganza por todos los nuestros que han caído. ¡Venganza por los que han muerto!
Nadie respondió. El capitán se sintió momentáneamente tocado, casi ridículo. Avanzó hacia el muro compacto de escudos que tenía delante, rompiéndolo. Vio que algunos soldados lo miraban con aprobación silenciosa. Se sintió algo más reconfortado. Empezó a comprobar los cordajes de un hombre, de otro, la espada de una guerrera, a centrar el casco ladeado de un soldado que sonreía. Los hombres hacían sitio a su oficial a medida que pasaba de fila en fila.
—Recordad: en primer lugar nos lanzarán dardos, jabalinas, todo lo que tengan —decía a los que estaban más cerca—. Tened los escudos bien agarrados y levantadlos bien alto. —Alguien le ofreció un pellejo con vino para refrescarse. Álvaro pensó que, quizás, aún podrían resistir—. Cuando lleguen, cerrad bien las filas, hacedlas impenetrables. ¡Hombro con hombro! No retrocedáis hasta escuchar el aviso de las trompetas. —La tropa empezaba a murmurar, más animada.
El veguer de la Marca Sur, rodeado de su guardia y alguno de los pequeños nobles que habían sobrevivido a los primeros meses de guerra, escrutaba el estado del cielo, a la derecha de las falanges, donde había sido asignado. Con una línea de edificios detrás, la alta muralla de Vamurta enfrente y una estrecha calle para escapar a su izquierda, los hombres del veguer estaban demasiado apelotonados. Perdido en sus amargos pensamientos, la arenga del capitán de la plaza le parecía cansina.
Poco a poco, una masa de nubes deshilachadas devoraba el tejido azul del cielo, entristeciendo en algo la mañana. El verguer miró a los hombres de su guardia, encajonados entre las fachadas. Algunos eran tan jóvenes que sus barbas eran de pelo corto y desordenado. Se fijó en uno de ellos. De piel de un gris intenso, su larga nariz aguileña dejaba levantado el protector nasal del casco. Bajo las pupilas negras de los ojos, las bolsas moradas de las ojeras delataban falta de sueño y un miedo que se transmitía a la rigidez de las facciones.
—Soldado, ¿qué harás cuándo hayamos enviado a estas bestias al otro lado de la Gran Puerta? —preguntó el veguer, forzando una sonrisa.
—¡Oh! No lo había pensado, señor. Querría, quizás, volver al sur... Donde está el hogar de mis padres. Pero esto parece difícil —contestó, dudando que sus palabras fueran acertadas—, esta invasión...
—¿Qué más?
—Bien señor, dejar la labranza... Podría encontrar oficio en los talleres, y entonces tener lo que se dice una casa, señor, una casa y una mujer.
Mientras decía esas palabras, el miedo se había esfumado de su rostro. Casi parecía un hombre corriente hablando entre los tenderetes de un mercado. El veguer se arrepintió de haber preguntado. Tomó conciencia, como si alguien lo hubiera zarandeado con brusquedad, de cuál era su deber.
La expresión de su rostro cobró firmeza. Ya no podría morir como quería, y así acabar con todo aquello que representaba. Un punto final. Aún quedaba el deber, pensó. Quizá valdría la pena morir por los suyos, retrasando aquella derrota escrita, cortar el bombeo que atormentaba su corazón. Hundir la espada en las carnes del enemigo y dar tiempo a otros. Tiempo. Y borrar así las sombras que retorcían y punzaban su soledad.
—Escuchad —dijo a su guardia y a los señores que lo rodeaban—, escuchadme y recordad. Cuando la lanza del enemigo me llegue, seguid luchando, pero no esperéis mucho en girar vuestras miradas hacia el puerto. Los barcos no esperarán hasta ver los estandartes de los murrianos cerca de sus velas. Yo tampoco lo haría. Luchad, cuando llegue el momento, deberéis desaparecer del campo de batalla y llegar a los muelles.
Sus hombres lo miraron como quien mira a un difunto, entre la lástima y la reverencia. No dijeron nada. Pasada la sorpresa, el castellano de Alcorás se dirigió a su señor.
—¿Creéis, entonces, que seremos derrotados?
—Así es —contestó mirándolo a los ojos.
Dicho esto, les dio la espalda, alejándose de sus guerreros, que se miraban entre ellos como esperando que alguien cambiara aquella predicción funesta. Volvía a sentirse extraño entre todos aquellos hombres cargados de hierro, cubiertos de placas. Hubiera querido estar en el salón de su fortaleza, oteando los campos desde las ventanas alargadas, recordando en paz a sus muertos.
¡Muy bueno! Ha sido un deleite leerle y un placer mayor poder seguirle. ¡Felicitaciones! Un abrazo.
ResponderEliminarHola, gracias por pasarte por aquí. Bueno, en realidad esto es un poco un segundo blog, donde ordeno los textos del blog de Antigua Vamurta. ¡Invitado estás! Allí actualizo mucho más.
ResponderEliminarUn abrazo.