3 sept 2011

El libro de Vamurta 7

 Capítulo 3
                                  La espera

 
  El rumor del avance enemigo iba ganando en intensidad. Se separaron con un fuerte apretón de manos.
El capitán Álvaro se encaramó otra vez a la muralla, poblada de arqueros. Las palabras del veguer le habían entristecido y a la vez le habían descargado la conciencia. «Ahora tenemos un plan de batalla —se dijo—, y luz en esta hora incierta.»
  A su derecha, lo que había sido la Torre de Oriente no era más que un montón de escombros. Miró hacia el oeste. Bajo el sol del mediodía las huestes enemigas habían dejado de avanzar, esperando. Álvaro habló con los arqueros, que toqueteaban la madera de sus arcos con nerviosismo. Toda la potencia de los murrianos se desplegaba a sus pies, el rugir del enemigo empezaba a oírse con claridad. Vio a muchos hombres sudando, las frentes chorreantes bajo el peso de los cascos, las manos temblorosas.
  —¡Esperad a mi señal! ¡No lancéis hasta haberme oído! ¡El que no tenga la mano lo bastante firme, la perderá! —gritó el capitán con fiereza, consciente de la importancia de disparar en bloque sobre un blanco cercano.
  Avanzó apartando a los hombres hasta encontrar al oficial de los arqueros, Gofreu. Aquel hombre mayor, pasados ya los cuarenta años, lo miraba sin entusiasmo. Sus ojos pequeños y verdes, sobre un grueso bigote que bajaba hasta la mandíbula, parecían inmutables.
  —Gofreu, ¡los tenemos encima! —El capitán pronunció aquella frase como un escupitajo—. Una vez hayáis ordenado las dos primeras descargas, tendréis a los murrianos a tiro de lanza.
  —Cierto —contestó Gofreu.
  —Mantened a los hombres fríos. Haced que vuestros arqueros se concentren sobre blancos seguros. No perdáis flechas castigando a los grupos lejanos o en coberturas. ¡Quiero murrianos muertos sobre estas piedras! —exigió, señalando el pie de la muralla—. Disparad sobre los que se agrupen cerca de la brecha. Allí se van a amontonar, quiero que entren en la ciudad dispersados. ¿Lo habéis entendido?
  Mientras el capitán daba las instrucciones, se propagaba una especie de clamor creciente. Llegaban más voces, más ruidos.
  —Así lo había pensado, señor, pero vamos a perder hombres aquí arriba si dejamos muy tranquilos a los arqueros murrianos —respondió alargando cada una de las palabras que pronunciaba—. Aunque ahora no es el mejor momento para matices...
  El capitán miró hacia el valle. Frente a la ciudad se levantaban nubes de polvo por doquier, a medida que la gran masa del enemigo cubría el verde de las huertas y el amarillo viejo de los campos de trigo. El aire se llenó de un estrépito ensordecedor, como si un alud de piedras se desplomara desde algún risco.
  Los hombres que defendían la muralla parecían hipnotizados, dominados por aquel súbito rugir. El capitán, repuesto de la primera impresión, se giró con violencia. No oía los tambores.
  —¡Haced sonar los tambores! —gritó a los de abajo.
  Mientras descendía de la muralla, oyó un tímido repicar, como si un murmullo llegara de un valle remoto. Luego escuchó otros tambores que se sumaban a los primeros. Por fin las falanges hacían oír su voz con fuerza, despertando a los guerreros, rompiendo el miedo que el rápido avance de los murrianos estaba provocando entre la tropa.
  El capitán ya podía distinguir las manchas de los rostros entre el enjambre enemigo, borrosas entre el polvo, las líneas de las lanzas y las puntas de las jabalinas. Aún pudo observar cómo todo el flanco izquierdo murriano se descolgaba y tomaba la dirección del río a la vez que la vanguardia enemiga ya casi tocaba las murallas. Al mismo tiempo, los jinetes de Ulak frenaban su avance, quedándose lejos de los muros, lejos de los arqueros grises. El centro del enemigo seguía marchando a paso vivo, levantando la tierra con sus pezuñas hendidas. Las primeras filas llegaban aullando, lanzando sus venablos para después retirarse a toda velocidad. Muchos proyectiles no llegaron a volar por encima de los muros y caían ruidosamente al suelo, mientras que los que alcanzaban la ciudad llegaban con poca fuerza y solo hirieron a dos soldados.
  La vanguardia murriana se replegó, volviendo sobre sus pasos para reagruparse en gran número. Animados por la falta de respuesta del enemigo, volvieron a atacar con mayor empuje. Avanzaron tanto que llegaron hasta las bases de las murallas y a encaramarse sobre los escombros de la brecha. Este movimiento permitió a los arqueros murrianos acercarse más y formar a poca distancia de las falanges. Eran todos los arqueros, cientos de ellos agrupados en cuadros de cincuenta. Mientras los infantes lanzaban sus dardos, los arqueros murrianos pudieron tensar las cuerdas de sus armas. Se escuchó como un gran soplo y por unos instantes las flechas de los murrianos mancharon el cielo. La sombra del enjambre que se levantó delante de los hombres grises descendió como una avalancha sobre sus cabezas.
  —¡Esperad! —aún pudo ordenar el capitán a los arqueros.
Las flechas murrianas impactaron en un incesante repicar de puntas de hierro contra las armaduras y sobre los escudos de la infantería. Se oyeron gritos, chasquidos. Veinte o treinta hombres se desplomaron, rodando con estrépito sobre el suelo. Siguieron las maldiciones de muchos heridos en el pie, algunos en el hombro.
  La voz del capitán se alzó por encima de los lamentos de los heridos y el trote de los centenares de murrianos que volvían a retroceder.
  —¡Lanzad!
  Los arqueros grises, que se habían escudado detrás de las almenas, sacaron sus saetas, se incorporaron a la vez y apuntaron hacia abajo. El zumbar de las flechas sorprendió a muchos murrianos que aún volvían a sus posiciones. Los arqueros grises vaciaban sus aljabas, disparando una y otra vez.
  La primera oleada se había deshecho. Los hombres de Gofreu seguían lanzando como poseídos hasta que, rehechos de la sorpresa, los arqueros murrianos fijaron un nuevo objetivo: las almenas de Vamurta. Una lluvia de proyectiles cayó sobre los muros, y los arqueros de la ciudad, más por instinto que por órdenes, respondieron.
  Casi vaciadas las aljabas que colgaban de sus muslos, los defensores de Vamurta dejaron de disparar y se agazaparon detrás de la muralla. En ese momento, un cierto silencio se extendió en asediados y asediadores. Los campos quedaron cubiertos de muertos y murrianos heridos, que chillaban emitiendo extraños sonidos, agudos, reclamando a los suyos. Algunos se quedaban quietos, otros se arrastraban hacia sus propias líneas.
Gofreu aprovechó la pausa para ir a preguntar al capitán si era necesario rematar desde arriba a los heridos, pero este se negó por la escasez de flechas.
  —Si quieren, que los vengan a buscar. Y si se acercan, ya saben que los esperamos con el arco tenso —concluyó Álvaro.
  Los murrianos volvían atrás, lejos del alcance de los defensores. Se habían concentrado otra vez, esperando, quietos, como si meditaran qué habían hecho mal.
Debieron encontrar la respuesta con prontitud ya que, poco después, empezaron a desplegar señales de bandera que obtenían respuesta de otras. Estandartes y enseñas se agitaban en el campo enemigo, comunicándose, haciendo que las unidades cambiaran su posición. La infantería se retiró de la primera línea, dejando paso a hileras y más hileras de arqueros de brazos delgados y ásperos.
  El aire cálido del mediodía osciló, violentado por el resonar de las trompetas murrianas. Algunos hombres grises sintieron un escalofrío al escuchar esas notas estridentes, capaces de hacer temblar la roca de un acantilado. Las huestes enemigas empezaron a entonar una extraña canción, que a muchos no les pareció una canción de guerra, por ser alegre y triste a la vez. Los defensores recordaron otras canciones, canciones de despedida. El vacío entre los dos ejércitos se llenó de esa música extranjera, casi bonita, mientras los arqueros murrianos clavaban grandes escudos en tierra, altos como un hombre, que eran apuntalados con grandes estacas. Poco a poco fueron trazando un semicírculo frente a la grieta de las derruidas murallas de Vamurta. Otra muralla.
  El veguer subió encima de los muros con un ímpetu impropio de sus cabellos plateados, seguido por tres de sus hombres. Fue a encontrar al capitán de la plaza, que había vuelto a las alturas, preocupado por el cambio de estrategia del enemigo.
  —Debéis reordenar a los arqueros… —Se paró para coger aire—. Decidles que se concentren en lo que nos van a lanzar... Que olviden los arqueros murrianos, no les haremos daño...
  —¡Ya habéis oído! —gritó el capitán, dirigiéndose a los arqueros agazapados.
  —Deberíais bajar, dirigir las falanges a ras de suelo —sugirió el veguer, ahora muy tenso—. Atacarán ya, o lanzan la infantería o nos lanzan los jinetes... Qué más da.
  —Han hecho avanzar a los arcabuceros. Los tienen agrupados detrás de los jinetes de Ulak. Quizás quieran abatirnos situándolos frente al agujero, no lo sé —observó Álvaro atropelladamente—. Más me preocupa lo que guardan más atrás, veguer.
  El capitán señaló el horizonte. Se vislumbraban unas manchas que se desplazaban más allá de la capacidad de visión de un hombre gris.
  —Infantería pesada o... —dijo el veguer dudando—, o Reinas.

1 comentario:

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    Humberto.

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