14 dic 2010

El Libro de Vamurta 4


Capítulo 2     “VIVIR EL SITIO "

Sara miraba fijamente cómo su madre escogía los objetos más preciados de la casa, empaquetándolos en fardos cubiertos de tela y atados con cuerda. Nunca había visto a su madre moverse con tanto sosiego. Intuía que todo se estaba transformando en muy poco tiempo. Habían ido llegando más y más gentes de las marcas, a pie o arrastrando carros con sus cuatro pertenencias. Eran gentes asustadas, que se amontonaban en las plazas cercanas al puerto. Más tarde comenzaron a llegar hombres de armas. Ya no eran familias de labradores. Muchos guerreros alcanzaban la ciudad heridos, sin fuerzas, e iban a morir entre largas agonías a la Casa de las Curas. Los rostros sin expresión de los que volvían, las prisas y las carreras por las calles, las reuniones improvisadas en las plazas, llenas de gritos y rumores. Noticias, mentiras, medias verdades que se extendían deprisa...

Ya hacía unas cuantas lunas que no iba al taller de su maestro platero, donde pulía el metal y en alguna ocasión permitían que lo trabajara. Limas, punzones, polvo y el olor plomizo del taller habían quedado atrás. Vivía, a sus catorce primaveras, en la calle, con otros chicos y chicas, sin maestros, juntándose y separándose como lo hacen las gaviotas entre la cúpula del cielo y el mar, a voluntad. Toda aquella catástrofe de los mayores la favorecía. Hacía muchos días que podía hacer todo aquello que le viniera en gana. En casa solo aparecía para llenar la barriga. Hasta que los alimentos comenzaron a escasear y aquellas bestias se plantaron a las puertas de Vamurta. ¿Cómo que no hacían nada los mayores? ¿No eran ellos la mejor raza, no lo decían los maestros? Aquella mañana, además, la expresión extraña en los ojos de su madre le produjo una sensación opaca. Miedo. Miedo a algo que todavía no sabía definir.
—¿Nos matarán, los murrianos?
Su madre dejó de moverse, sus manos quedaron paralizadas unos instantes. Veía muy bonita a su madre. Los ojos muy negros y redondos, las largas pestañas oscuras, los cabellos cortos oscilando en una pieza sobre su nuca. Su madre la miró. El sol de la mañana llegaba nítido hasta el comedor, donde se encontraban.
—Nos marchamos en dos o tres días. Quizás tu padre se quede unos días más.
—¿A casa de los abuelos? ¿A dónde?
—¡No! —Rio. Hacía muchos días que no la veía reír. Aquel sonido resonó, libre, entre las paredes azulosas del comedor. De pronto, su expresión cambió.
—A las Colonias —dijo muy seria—. Una vida nueva, nuevos vecinos. Tendrás otros amigos, hay muchos jóvenes, he oído decir. Alquilaremos una casa pequeña cerca de algún puerto. Colgaremos cortinas verdes, nuevas, estas están ya raídas y, y... Tu padre encontrará otro puesto como oficial. ¡Tu padre es un soldado muy valiente!
Su madre calló y tomó asiento en una silla baja de madera, el cuerpo inclinado hacia delante, las manos formando un nudo. De repente parecía otra, perdida en medio de aquella marea de violencia y amenazas. Se quedó así sin decir palabra.
Sara salió corriendo a la calle. Casi no había nadie. El sol de mediodía caía, borrando las sombras en las calles de Vamurta. Desde hacía un buen rato no se oían las explosiones, allí, en el extremo oeste de la ciudad. El silencio parecía nuevo. Las avenidas deberían estar abarrotadas de vendedores de fruta y especies, de patronas, con su cesto bajo el brazo, llenas de comerciantes nerviosos llevando sus rollos de telas tintadas, de mercaderes de todas las razas buscando y regateando, atareados. Al poco volvió a escuchar el retumbar de las explosiones que paralizaban la ciudad, que la sumían en una tensión expectante, como si tras el trueno tuviera que suceder algo.
Sara siguió corriendo sobre el suelo pavimentado de las calles estrechas, que brillaban bajo la luz del día. La brisa barría el olor a orines y deshechos de los callejones, corría entre casas de piedra y argamasa, de dos y tres alturas, entre fachadas pintadas de colores claros, como el de aquella jornada de verano. No se oía el latir de la ciudad. Corrió ahuyentando sus temores, el corto vestido de lino suspendido en el aire, hasta la plaza de los Boneteros, donde se paró, llenando sus pulmones de aire.
En el otro extremo de la plaza había un pequeño grupo de tenderos que hablaban en voz baja, acompañado sus discursos de gestos secos. No los oía pero bien sabía de qué hablaban. Cerca, amontonados encima de un banco tallado en piedra, como náufragos en una balsa a la deriva, encontró a su cuadrilla. Sara se fijó en que ninguno iba demasiado limpio. La nueva vida en la calle, pensó.
—Nos vamos. Mi madre dice que nos vamos a las Colonias —les espetó, antes que nadie pudiera decir nada.
—¡Cobardes! —contestó Ordel con sorna—. Mi padre dice que nos quedamos. Dice que no entrarán, ¡es imposible!
—Te clavarán una lanza aquí —dijo Sara, enrabiada, señalando con un dedo su cuello—. Os matarán a todos, a todos, mientras yo me iré en un barco.
Ordel se lo tomó mal. Calló, cruzando los brazos encima de su pecho. Miraba el suelo. El grupo volvió a sus historias, las historias de terror, cuentos sobre el modo en que los murrianos iban a sembrar de cadáveres las calles de la ciudad.
Ordel dio un brinco y les gritó:
—¡Cobardes!
Se marchó dándoles la espalda. Nadie contestó. Sara pensaba en su amigo. Lo veía arrastrado y crucificado por aquella especie de bestias. Habían oído tantas historias, que el miedo, ahora cercano, iba calando con rapidez en sus pensamientos. Ellos, que no se preocupaban por las cosas de los mayores.
Un rato después se cansaron de estar ahí, en esa plazoleta casi vacía. Alguien propuso ir hasta las atarazanas, desde donde verían la gran flota.
El grupo se puso en marcha enseguida. Sin que nadie supiera el porqué, de repente, todos apuraban el paso. El puerto siempre era un buen lugar para pasear y más aún cuando casi toda la escuadra condal se encontraba atracada, a la espera. Bajaron por la Avenida que desembocaba en el Bajador del Mar, una de las calles anchas de Vamurta. En el tronco central del paseo crecían grandes tilos de tronco plateado alternados con los majestuosos limoneros de Vamurta que buscaban el sol por encima de las sombras que proyectaban las fachadas. Los laterales eran vías para carros que bajaban y subían del puerto, llevando la carga de los buques de transporte. Era la calle de mayor tráfico, pero aquella mañana encontraron pocos hombres, solo algunos que andaban con pasos rápidos y nerviosos subiendo y bajando del puerto. Parecía que todos se habían quedado en sus casas. Los chicos se sentían los amos de la calle, y aquella sensación los llenaba de un vértigo que los hacía reír por cualquier cosa. Oían sus voces resonando con fuerza, y aquello los hacía sentirse mayores, casi dueños del mundo.
Dejaron atrás las murallas del mar y llegaron hasta los altos edificios de las atarazanas. Se había levantado una niebla vaporosa que desdibujaba la luz del sol. El horizonte les parecía más próximo y el puerto, más cerrado, como si lo que la neblina encerrara fuera todo el universo existente. Las casas cercanas a los muelles se amontonaban aquí y allí entre los grandes almacenes de madera que sobresalían por encima de las barracas de los pescadores y las tabernas. Sobre las estáticas aguas de los embarcaderos, vieron decenas de naves que descansaban oscilando ligeramente. Un gran bosque de troncos acerados buscando el movimiento.

Sobre los largos muelles había una actividad frenética. Era como si toda la ciudad estuviera ahí, a punto de sobrepasar los límites que el mar marcaba. Cientos de estibadores y marineros cargaban en los barcos cajas y sacos hasta rebasar los límites de las bodegas, hasta abarrotar las cubiertas. Todo se hacía con mucha ansiedad. Los cargadores se gritaban unos a otros, los mayores de algunas familias que empezaban a embarcarse empujaban y se abrían camino a golpes, los marineros corrían sobre las cubiertas moviendo la carga entre las imprecaciones de los contramaestres. Otros se acercaban en pequeñas balandras y botes a remo hasta las naves fondeadas cerca de los espigones. Embarcaciones de dos y tres palos, muchas de dos usos, de guerra y transporte, en casi su totalidad propiedad de grandes mercaderes. En la punta norte del puerto se encontraba la flotilla que obedecía directamente al condado. Estos eran robustos navíos de tres palos y dos castillos, parapetados con escudos. La bandera blanca y negra de Vamurta ondeando, la tripulación dispuesta.

Por debajo de los grandes arcos de piedra de las atarazanas, entraban y salían marineros y calafateadores llevando cuerdas, tablones, herramientas. Se trabajaba sin descanso reparando los cascos de las naves, las maderas carcomidas por los meses y meses de navegación, cambiando cordajes castigados, dejando los transportes listos para volver a zarpar. Quizá por última vez. Parecía que todo el mundo lo percibiera y por esa razón cuanto envolvía el área marítima estaba dotado de un nerviosismo vigoroso. El retumbar del mar quedaba sepultado por las voces de los hombres.
—Aquí hay más gente que en las murallas —dijo Sara, recordando la tarde anterior, cuando con su pequeña mesnada, se habían acercado a escondidas hasta poder ver la brecha.
Aquella mañana no habían visto los pescadores de caña que sacaban los relucientes peces de roca. Tampoco habían visto los tenderetes de pescado ni los hombres discutiendo en las puertas de las tabernas del puerto. Aquello era el preludio de la huída. A Sara le pareció que a muchos solo les importaba hacer llegar a la seguridad de las naves los objetos que conformaban sus vidas. En Vamurta, no todos se preocupaban por defender a los suyos, el último bastión, el hogar de los hombres grises. Muchos habían dejado de creer y aquello hizo pensar a Sara. Quizás deberían huir, también. Dejar atrás aquella amenaza que los ahogaba. Subir a un barco y alejarse, sentirse aligerados. Su madre lo aprobaría. Su padre no.
Los chicos bajaron por el camino de los Trapos, siguiendo el trazado exterior de las defensas, hasta saltar a unas rocas donde se sentaron para contemplar, con calma, el espectáculo del puerto. Desde allí divisaban la puerta fortificada que vigilaba el mar. Detrás de la muralla asomaba la imponente mole de la ciudadela, sus altas paredes desnudas, la Torre de Homenaje y sus cuatro vértices rematados con robustas torres de defensa.

Los gatos que se escondían entre las rocas corrieron hasta otro rincón. Hablaban y lanzaban guijarros al mar. Martín siempre ganaba. Su muñeca conseguía que sus piedras dieran más saltos sobre las aguas calmas.
—Mi madre ha sido llamada a la Puerta. Ha salido de casa temprano, llevando su ballesta y la daga. La abuela aún lloraba cuando me he ido —dijo Martín.
—¿Y tu padre? —inquirió Ebasto.
—No lo sé. Se fue hace meses a hacer pieles de antílope, hacia el sur. Madre me ha dicho que no deje a la abuela, pero está todo el día sentada cerca del balcón, mirando la calle y... Me he escapado.
Los otros no dijeron nada, seguían mirando cómo rebotaban las piedras que lanzaban una y otra vez. Cada uno se preguntaba qué iba a pasar. ¿Qué iba a suceder si la ciudad caía? ¿Estarían en casa, encerrados? Sara pensó, por primera vez, en lo que haría. Tras descartar muchos pensamientos, creyó que lo mejor sería esperarlos tras la puerta de su casa con un cuchillo de cortar carne. Quizá escondida podría evitar los encantamientos que, según se decía, lanzaban aquellos animales antes de atacar. Se veía a sí misma enfurecida, llena de fuerza, lanzando cuchilladas y amontonando cadáveres a sus pies, sin pensar que ella, más bien delgada, a duras penas podía sostener una espada o desviar la acometida de una lanzada. Martín la despertó de su gran gesta.
—Sara, ¿tú qué harás si llegan?
—¿Yo? Pues... ¡No les dejaré pasar! No entrarán en mi casa.
Nadie se rio. Sara había vomitado aquellas palabras, impulsadas por un temor que ahora vivía cerca de ellos. Unos se miraban las sandalias polvorientas, otros, el lento latir del mar. El sol, alto ya en su mediodía, disipaba la niebla de la mañana.
—A mí me gustaría ir a las Colonias. Ahí dicen que también hay murrianos, pero muy pocos —dejó caer Elizabeth, la más pequeña de todos.
—Sí, y aquellos raros, duros como insectos. Y los hombres rojos —siguió Martín.
—¡Son fuertes como diez de los nuestros! —dijo Sara, cerrando los puños—. Llevan trenzas y colgantes, como las mujeres.
Todos se rieron, haciendo muecas. Sara bailaba entre ellos, dando brincos, despreocupada por unos momentos. Luego se quedaron callados. Cansados de tirar piedras al mar y de observar los trabajos del puerto, decidieron que irían a la Plaza de los Pájaros para ver si se cruzaban con la cuadrilla de los remesas, los hijos de los labradores de las cercanías de la ciudad. Andaban riendo otra vez, empujándose unos a otros. Cualquiera que los hubiera visto, habría pensado que aquellos mozos parecían indiferentes, felices.
Cuando subían por la calle de los Curtidores, una música que surgía de alguna parte, los clavó en el suelo. Era una música conocida. Las notas agudas de las flautas y el ritmo de los tambores hicieron enmudecer toda la ciudad, que escuchaba encogida, atenta, entre la esperanza y una desazón creciente.
—¡La Falange Roja, es la Falange Roja! —gritó Martín, señalando con un dedo la dirección de donde provenía aquella cadencia.
Echaron a correr por los callejones que conducían al este de la ciudad. Corrían como locos, esquivando a los vecinos que salían de sus casas. En todos los rincones la gente se asomaba a las ventanas o bajaban con prisas a la calle. Aquí y allí se formaban corillos. Les iban llegando murmullos, los fragmentos de conversaciones de muchos que, desalentados, empezaban a entender que aquello era el final.
—Dioses de las estrellas, han salido —oyeron decir a un viejo mercader.

La Falange Roja era una unidad distinta, un gran Batallón Sagrado. Un juramento solemne los ataba al condado, al que defenderían luchando hasta la muerte. La salida de aquella fuerza de la ciudadela indicaba que la situación era desesperada. Muchos supieron en aquel momento que los bandos que ofrecía el condado eran falsos. No existía ninguna duda. El Batallón Sagrado participaba en las luchas en casos excepcionales, siempre comandados por el Conde hasta que murió, y más tarde, por el Heredero. Era la última línea de defensa para los ciudadanos de Vamurta, formada por parejas de hombres, parejas atadas dentro y fuera de la jerarquía militar, los conductores y los más jóvenes, los compañeros. Esa doble atadura les otorgaba una ferocidad excepcional, absoluta. Luchaban por el honor y para salvaguardar a aquellos que amaban.
Los chicos, finalmente, desembocaron en la Rambla Este, que seguía en paralelo al trazado de la muralla, donde, antes de la guerra, se levantaba el tumultuoso barrio de pescadores. Giraron Rambla arriba y allí encontraron la cola de la Falange, que avanzaba marcial en columna de a cinco. Detrás, entre los chicos y la Falange, seguían dos brigadas de infantería ligera y dos más de arqueros. Eran las fuerzas destinadas a proteger la fortaleza de los condes. Las gentes de Vamurta los veían pasar como el peor de los presagios. Las madres llamaban a sus hijos para hacerlos entrar en casa.
—Vamos hasta la cabeza de la columna, quizás veamos al Heredero —chilló Sara, entre la confusión de la música y las gentes.
Corrieron siguiendo la serpiente que formaban los soldados, admirando el brillo opaco de las armaduras de un rojo oscuro, las altas lanzas, sus largas espadas colgando de sus cinturones. Aquellos hombretones altos de mirada fija, de fuertes espaldas, quizá sabían que se encaminaban hacia el último acto de su existencia. La cuadrilla continuó hasta la cabeza de la marcha, sorteando los transeúntes. Pero al alcanzar a los hombres que encabezaban la columna, solo vieron al capitán de la Falange y los portaestandartes, llevando en alto la golondrina del condado, la única de todas las unidades coloreada en rojo.

4 comentarios:

  1. Dejé éste y los siguientes posts (para leerte hay que hacerlo de una sentada y se requiere un tiempo del que no siempre dispongo) expresamente para hoy, que trabajo. Normalmente me acompaña un libro en los días festivos, pero con tu primer escrito decidí que sería tu blog el que me acompañaría en esta jornada mía. La sensación es la misma: la de leer un libro, escrito con el cariño y esmero de un buen literato.

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  2. Hola Aina,
    Pues gracias. Con esmero sí está escrito, ahora falta ver si tiene alma. Qué difícil es eso.
    Es el avance de "Antigua Vamurta", que saldrá a la venta en setiembre de 2011, aproximadamente.
    Gracias por el comentario.
    Saludos.

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  3. "¿No eran ellos la mejor raza, no lo decían los maestros?"

    Diste en el clavo, ofreciendo una visión desgraciadamente muy común en muchos pueblos a lo largo de la Historia. La manipulación, el sentimiento de superioridad para ensalzar el sentimiento patriótico. Bravo.

    Lo que más me gustó de este capítulo es una cosa que no suele darse en las escenas de asedios y tal, que es lo que ocurre aún dentro de los muros de la ciudad castigada. La vida, a veces, continúa en su interior, ya que no queda más remedio, mientras se escucha con terror las noticias del otro lado de las murallas, pensando qué pasará, atemorizada la gente, pensando en huir, ¿adónde? Aquí hay suerte porque disponen de puerto y navíos. ¿Cuántos podrán escapar, o siquiera permitírselo? Otra cosa a pensar. Ha de haber una desesperanza flotando en el aire... Pero los hijos siguen necesitando comer todos los días.

    Me gustó mucho el nombre de Falange Roja^^.

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    "Ordel dio un brinco y les gritó:
    —¡Cobardes! —Se marchó dándoles la espalda. Nadie contestó."

    Aquí no me hagas mucho caso, pero diría que el inciso es lo primero, por los dos puntos, ahí está el inciso de habla. Por tanto, tras ¡Cobardes!, deberías iniciar abajo, sin raya, como nuevo párrafo.

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  4. Ostia! Creo que tienes razón con lo del punto y aparte. Aquí se me nota la falta de carpinetería. ¡Y ya no lo puedo cambiar!
    Bueno, aquí sí.
    La "Falange Roja". Deriva de una falange real, la de Tebas, cuyo general, Epaminondas, derrotó por primera vez a los espertanos en tierra. Ah, y eran todos homosexuales y atados en parejas, fuera y dentro del cuerpo militar. Increíble. Quizás de ahí vegan los binomios.

    ¡Te tienes que leer "las cruzadas vistas por los árabes"! Un libro impresionante. Por lo que comentas de los asedios vistos desde dentro.
    Saludos.

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