15 ago 2011

El libro de Vamurta 6

  Capítulo 3
 
La espera


El capitán Álvaro seguía animando a sus soldados y bebiendo pequeños sorbos de vino cuando apareció, resoplando, uno de los ballesteros que habían mandado hacer de centinela.

   —Señor, avanzan.
   El capitán salió corriendo de la formación hasta llegar a la brecha. Se encaramó sobre los sillares caídos de la muralla hasta estar lo bastante elevado para ver gran parte del valle. Así era, se podía observar algún movimiento en las huestes dispuestas frente a la ciudad, pero no podía saber de qué se trataba. Buscó la escalera de caracol que ascendía hasta las almenas de los muros. Pasó entre los pocos arqueros que había ahí dispuestos, y sacó la cabeza entre los dientes de la muralla con prudencia, consciente de la amenaza de las culebrinas. Un viento suave surcaba el aire.
  Bajo el cielo matinal, cruzado por estrechas colas de nubes, una masa de manchas ocres avanzaba lentamente. Localizó a la infantería ligera en el centro, tres cuadros avanzados al cuerpo de ejército. Detrás los seguían grupos de arqueros y más atrás tropas que no logró identificar. En medio de estos dos grandes grupos, los murrianos habían situado las ocho torres de asalto que se balanceaban, cada una movida por filas de decenas de bueyes. Por el flanco derecho avanzaban los jinetes de Ulak, formando un inmenso triángulo, medio oculto bajo la nube del polvo que levantaban las pezuñas de los ciervos de combate. El capitán se extrañó al detectar por el flanco izquierdo grupos de infantería y arqueros que formaban un grupo autónomo, desligado del cuerpo principal. También notó que habían dejado los arcabuceros muy atrás. Demasiado lentos para un ataque ágil. Las bombardas iban siendo desmontadas y cargadas sobre las espaldas de los grandes rinocerontes, y también se retiraban las filas de culebrinas que habían martilleado la parte alta de la muralla. La infantería que protegía las armas de fuego se replegaba, dejando espacio para el paso de los que llegaban desde atrás.
   El capitán se rascaba la barba, cavilando qué era lo que pretendía el enemigo. Estuvo un buen rato mirando, parapetado detrás de una almena, concentrado en sus divagaciones. Sacó una caña de tabaco de debajo de su coraza y la encendió. Desde arriba ordenó que los arqueros se desplegaran detrás de los dientes de la muralla junto con algunos infantes armados de lanzas. Mientras fumaba iba perdiendo la tensión que no le dejaba entender la maniobra de los murrianos. Era muy clásica. Dio otra calada a la caña. Había un ataque directo, por el centro. Se intentaría asaltar la muralla y a la vez entrar a la ciudad por la brecha. Además, el flanco izquierdo del enemigo buscaría un ataque secundario por algún punto mal defendido, más al sur, que le obligaría a prescindir de algunos de sus hombres.
   Se incorporó de un salto y bajó las escaleras de la muralla de dos en dos, pasó por delante de las falanges y llegó hasta las calles donde aguardaban las tropas irregulares. Habló con los oficiales y les ordenó seguir el flanco izquierdo del enemigo, marchando hacia el sector del río, con la orden de no enrocarse en ninguna posición hasta estar bien seguros del punto de penetración del enemigo. Les asignó dos brigadas de ballesteros, reduciendo de esta forma los efectivos que defendían la brecha. Hecho esto, volvió con sus soldados. Mandó traer vino para todos. La iniciativa fue recibida con vítores.
Mientras la tropa bebía, el ejército murriano se acercaba lentamente. El capitán creyó que era el momento de ir al encuentro del veguer de la Marca Sur. Lo encontró plantado delante de la brecha, con las manos enlazadas a la espalda. Parecía bastante tranquilo, como si nada indicara que estaba a punto de desencadenarse un combate atroz. Bajo la visera del casco, las dos gotas de sus ojos oscuros eran las de un hombre sereno. El veguer se giró al oírlo llegar. Su boca trazó una mueca fatigada.
   —Capitán, llegan los días de los valientes —dijo con resignación.
   —Veguer, cualquiera pensaría que estáis a punto de salir por ahí —contestó, señalando los campos donde avanzaba el enemigo—, a dar un paseo.
   —Un largo paseo, sí —repuso, sin que su rostro expresara nada.
   —He dispuesto a los arqueros sobre la muralla y he dejado los ballesteros que me quedan sobre esta ruina —explicó, mirando las casas derruidas que estaban a sus espaldas—. Los primeros murrianos que asomen la cabeza por aquí, ni tan siquiera podrán alzar sus lanzas. Para la segunda ola haré avanzar las falanges hasta estar casi encima de la brecha. Y para lo que venga después... Esperemos el favor de los dioses. ¿Tenéis alguna sugerencia?
   El veguer se quedó meditabundo, observando a los soldados que terminaban sus rondas de vino e iban formando de nuevo.

   —Ninguna sugerencia. No creo que haya otra forma de situar a los hombres. Solo una cosa. ¿Qué pensáis hacer si estos salvajes sobrepasan nuestras líneas?
   —Llevar las tropas hasta la ciudadela —contestó con el semblante serio—. Resistir a ultranza.
   Los dos hombres se miraron unos segundos. El veguer, con sus dos manos, cogió por el brazo al capitán.
   —No tenéis nada que hacer encerrándoos en la ciudadela. Alargar vuestra suerte, a lo sumo —dijo endulzando su voz áspera—. Nada que hacer. La única esperanza es rechazar el ataque aquí, en la brecha.
   —¿Habéis visto lo qué hay ahí fuera?
   —Lo sé. Y además, es seguro que nadie vendrá en vuestra ayuda. No, estaréis solo. Completamente solo.
   —Necesitamos de los recios muros de la ciudadela. Seremos unos pocos. Ya he ordenado el acopio de víveres —contestó el capitán.
   —Recordad, amigo mío. Por el bien de los que sobrevivan y de vuestra propia suerte. Recordad mis palabras. Si los murrianos nos pasan por encima, si rompen las defensas por algún punto, agrupad a todos los soldados que podáis y marchad hacia el puerto. Recordad, somos las piedras que frenan la crecida del río que nos llega, una vez hayan...
   —¿Y los hombres, las mujeres, los niños que queden en la ciudad? —cortó Álvaro, mirando con fijeza el veguer.
   —Botín de guerra. No hay flota en este mundo que pueda evacuar una ciudad. Bien lo sabéis. Vuestro deber es ver más allá de nuestro horizonte —sentenció el veguer con frialdad, sosteniéndole la mirada.
   —¿Y vos? ¿Qué pensáis hacer cuando tengamos que recular? ¿Correr hacia los barcos?
   —Yo, capitán... Mirad. Hace tiempo que os vigilo. Siempre me ha sorprendido vuestra falta de ambición política. Seríais un cortesano nefasto, nunca os he visto entre los nobles, sí, pero sois un buen militar y de alguna manera la tropa os sigue. —El veguer lo miró con una expresión divertida—. Allí, al otro lado del mar, lejos de aquí, quizá un día alguien os necesite. Quizá os necesiten los que salgan vivos de todo esto.
   El capitán Álvaro lo miraba sorprendido y algo nervioso. El enemigo avanzaba paso a paso y aquel hombre le hablaba de lo hipotético, del día de mañana que ni los más poderosos dioses conocen.
   —Llevo unos días rumiando —prosiguió el veguer con calma—, sobre la mala hora que nos crucifica. He visto batallas como una gran red que se lleva a los hombres, he visto crecer este condado que amo... El hierro de mi espada ha cortado cuellos, muchos, y he visto morir a tantos… No creo que Vamurta pueda frenar esta crecida. Soy viejo y he perdido casa, mujer y dos hijos jóvenes. —Miraba, absorto, las llanuras del gran valle—. ¡Capitán! Es poco lo que me ata a este mundo. Escuchad, reagruparé a los hombres más viejos y a los más desesperados si el enemigo nos supera. ¡No digáis nada! Cubriré vuestra retirada.
   Ninguno de los dos habló durante unos instantes. Ya no había tiempo para más. El capitán recordó al Heredero, pero el veguer no sabía gran cosa.
   —Dicen que agoniza en su cama. No debéis contar con su lanza. A pesar de que su sola presencia espolearía a los hombres.

5 comentarios:

  1. ja ets bogardenc, esperem sovint les teves visites, nosaltres ja estem encaixats en el teu blog i ets de bona pasta i mandíbula àgil!

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  2. Excelente. Atrapas y mantienes muy atento a quien te lee. Brillante. Saludos cordiales.

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